sábado, 8 de febrero de 2014

Recoger toda mi ropa y guardar todos los libros en cajas, dejando mi pequeño habitáculo vacío.
Cuatro cajas repletas de más de cuarenta tomos cada una. Mi nueva habitación iba a ser mi santuario y biblioteca particular.

Lo que más ilusión me hizo desembalar fue mi taza de la suerte. Me la regaló mi hermano en mi décimocuarto cumpleaños. En ella aparecían dos conejitos rosas dándose un beso. Siempre desayunaba en ella.
Para desayunar soy una persona maniática: mi taza, mi cuchara y mi café de siempre hecho la noche anterior.

Al principio me costó acostumbrarme a vivir sola. Era extraño no escuchar los gritos de mi madre y mi abuela comunicándose de un lado a otro de la casa. Todo era silencio. Lo que más me gustaba y recordaba a mi vieja casa eran los chirridos de las cuerdas de tender de mi vecina de arriba, viejas y roídas por el paso del tiempo.

Vivir en otra ciudad diferente a la que has vivido siempre es emocionante, siempre descubres nuevos lugares que te sorprenden; y quizá lo mejor de estudiar en la universidad es que siempre encontrarás a alguien dispuesto a enseñarte más maravillas que no eres capaz de descubrir tú solo.

Mi nueva habitación tenía un balcón. Era un octavo piso, por lo que mirar hacia abajo era más que temerario. Pero las noches primaverales, en las que no había nada que hacer, lo mejor era sacar una silla fuera y sentarse a mirar la noche.

Esperanza ya no estaba conmigo. Ahora era mi hermana Olivia quien cuidaba de ella. La echaba de menos.

Pude colocar todos mis libros en las tres estanterías nuevas, aunque dos de las cuatro cajas estuvieron más de cuatro meses sin abrir porque no me cabían. Lo peor es que seguí comprándome libros.


Texto original de Claudia Castaño Verdejo.